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domingo, 24 de agosto de 2014

Reflexiones Verano 2014

En junio de 2001 terminé la carrera sin tener las ideas muy claras de qué quería hacer después. Estudié Ciencias Políticas en el País Vasco y por mi expediente era candidato a convertirme en un futuro analista e investigador profesional en esa disciplina, un politólogo. Mientras transcurría ese verano pendiente de que el destino me deparara su camino, acudí a Noruega a realizar un curso de postgrado en Política Internacional Comparada. Este programa, que sigue existiendo hoy en día, está organizado por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Oslo, y era impartido aquel año por la profesora Pippa Norris.

Cuando recuerdo mis estudios universitarios, con su contenido central en Historia, Derecho y Economía, y la formación en otras materias que me proporcionaron herramientas de comprensión del mundo en que vivimos, tengo presente el enfoque poliédrico que tenían los debates entonces (el más candente, junto al inevitable caso vasco, fue la discutida intervención de la OTAN sobre Serbia). Por ello, no dejo de agradecer que comenzaran con el mundo bipolar de la Guerra Fría bien enterrado y que terminaran antes de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Fijo en esa fecha el inicio del retorno a un esquema de interpretación simplificado, de buenos y de malos, que acaparó durante años la forma de explicar el devenir de los procesos sociales y que aún padecemos en su versión más decadente.

Fue en ese intervalo cuando me fui a Noruega, era la primera vez que viajaba a Escandinavia y tenía curiosidad por conocer cuánta realidad se materializaba de esa visión idealizada que como europeo del sur tenía de aquel modelo de sociedad. Encontré un pequeño país cargado de civismo y mucho más plural de lo que pensaba, en el que se impulsan los medios para que cada persona pueda llevar a cabo su proyecto vital. Oslo es una capital mediana pero con modernas infraestructuras y servicios, con carácter cosmopolita y una cultura impregnada de tolerancia. Con orgullo acogen cada año la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz. También había sombras de las que hablaré más tarde.

Los estudiantes fuimos invitados a un austero acto de bienvenida en el que un coordinador local actuó como maestro de ceremonias. Se sucedieron algunos discursos y hasta realizamos una actividad conducida a generar la cooperación entre los presentes, que formábamos un grupo diverso en edades y orígenes. Pero lo que más recuerdo de aquel día y de todo aquel curso fueron las breves y profundas palabras de una política local de la que nunca supe el nombre ni el cargo exacto: teníamos la responsabilidad de aprovechar aquella estancia para conocernos, para construir una amistad entre desconocidos; un vínculo no necesariamente personal, pero que se determinaba en cuanto a lo que representábamos como individuos distintos, pues sólo con la capacidad de formar redes con personas capaces y con la voluntad de querer entender a los demás, podemos realizarnos de la forma más completa.

Se ha cumplido este verano el tercer aniversario de la masacre de la isla de Utøya. Un monstruo, producto del odio, atacó al mejor significado que he conocido… de lo que significa convivir. Primero, colocó un coche bomba junto a las oficinas del Primer Ministro, que al explotar mató a ocho personas e hirió a doscientas nueve, doce de ellas de gravedad. Después, vestido de policía, para causar mayor daño bajo su disfraz de protector, se dirigió a una pequeña isla:


Aquí celebraba un encuentro la organización de jóvenes laboristas noruegos, a los que el monstruo empezó a disparar, matando a sesenta y nueve personas -con una media de edad de veinte años- e hiriendo a ciento diez, cincuenta y cinco de ellas de gravedad. Treinta y tres de las víctimas mortales tenían menos de dieciocho años.

No les atacó por participar en política, sino por hacerlo representando, con éxito, el modelo de libertad, integración, solidaridad y progreso, que he descrito antes. Y que es el mío.

Aunque todo se desarrolló en el plazo de tres horas, las raíces de este odio son mucho más largas y profundas... y continúan siendo bien regadas a diario no muy lejos de dónde escribo.

Cuando se sustituye el debate de ideas, de visiones sobre la sociedad, por la crítica frontal a quien promueve las que no se comparten, en una permanente cadena de falacias ad hominem, cuando se descalifica y se demoniza al individuo o colectivo que las defiende, y se utilizan términos como “traidores“, “parásitos” y “castuza”, “ocupar”, “asalto” y “guillotina”, y se describe en democracia a un representante político por su capacidad para El Mal (con mayúsculas), por ser un lobo sediento de sangre, un resentido, un tonto, un inútil, un bobo, un incapaz, un acomplejado, un cobarde y a la vez un prepotente, un mentiroso, un desleal, un revanchista, un sectario, un chisgarabís, un maniobrero, un indecente, un loco, un hooligan, un estafador, un triturador constitucional, un traidor a los muertos... se cruza la invisible frontera de la oposición democrática, apostando por el frentismo y la fractura social. Esto es así porque siempre hay grupos que son opuestos a las ideas de otros, a los que los insultos nunca van a convencer y que reaccionarán encerrándose en sí mismos, quedando la polarización como el resultado probable de seguir esta estrategia.

En esta secuencia, la realidad que supone formar parte de una sociedad plural debe ser laminada, acallando las voces de quienes la representan, atacando en primer lugar a los que tienden puentes para el entendimiento o a los que, reconociendo la existencia de retos, proponen medidas graduales para acometerlos. Los posibilistas son el enemigo primario de los maximalistas, aduciendo una supuesta complicidad de los primeros que presuntamente apuntala el statu quo ante muchos desafíos… de los que se puede compartir diagnóstico pero no receta cuando los primeros sí son capaces de realizar un ejercicio de empatía como el que nos pidieron aquel día en Oslo, reconociendo la pluralidad que conforma el mundo en que vivimos. La paradoja resultante es que, a veces, los más fuertes enemigos de los avances, son precisamente aquellos que los consideran insuficientes.

No voy a caer en la simpleza de relacionar directamente causas y efectos porque, como he dicho al principio, no se puede interpretar la historia con un relato lineal. En la sociedad occidental del siglo XXI, la violencia política organizada, requiere de un nivel de alienación individual incompatible con cualquier estructura popular. No obstante, la práctica de la deslegitimación de liderazgos e instituciones democráticas, y la tendencia a generar un clima de politización agresiva, refuerza en el elemento aislado la sensación de compresión hacia sus crímenes y debe ser denunciada también como una iniciativa peligrosa.

Ante la actual estrategia de algunos líderes sociales, políticos (y mediáticos), recreando un clima de lucha entre adversarios y siendo condición necesaria, si llega el caso, una respuesta legal como la del Artículo 18 de la constitución alemana, ésta no es suficiente sin una iniciativa social y política desde una nueva versión de liderazgo democrático.

Primero, encontrando un nuevo equilibrio entre las ansiedades ciudadanas y el realismo gubernamental, con sus restricciones económicas, legales y geopolíticas que hoy en día delimitan el terreno de la acción pública. Ejercer liderazgo ante retos a largo plazo que pueden ser poco populares a corto requiere articular una forma de comunicación más cercana y pedagógica que permita llegar a los diferentes segmentos de la población.

Segundo, aceptar el hecho en sí mismo de la diversidad de identidades y visiones que configuran el nuevo todo en la actual era de democracia de redes, comprendiendo las preocupaciones particulares de diferentes grupos y los intereses comunes que unen a la gente. En lugar de lanzar listas de medidas para segmentos demográficos concretos y por tanto, reforzar las divisiones existentes, el nuevo arte de liderar se construye sobre las instituciones que aglutinan los consensos: desde la extensión de las libertades, la igualdad de oportunidades y el desarrollo económico, a la calidad en los servicios públicos, la capacidad de escucha y movilización de las mareas ciudadanas, las buenas prácticas en las actividades profesionales, la creatividad del mundo de cultura, la iniciativa del sector empresarial, la sensibilidad con el medio ambiente y la proximidad de las autoridades locales.

La materialización del liderazgo ya no consiste en individuos heroicos que a voluntad deciden el rumbo de su comunidad. Incluso cuando, en un territorio, el referente, siempre transitorio, no sea un visionario transformador, el desarrollo del estilo reformador y democrático que se necesita en el siglo XXI marcará la diferencia.

En un contexto de dispersión de las instituciones de poder político, local, regional, estatal y continental, con tendencias a la configuración de gobiernos de coalición, el canal de reclutamiento de cuadros con talento debería ensancharse: generando mecanismos de oportunidad en el acceso a las candidaturas y jerarquías orgánicas para jóvenes, mujeres, trabajadores y ciudadanos independientes; y reforzando al mismo tiempo la separación entre intereses corporativos y sociales para prevenir la corrupción no sólo a través de la ética y la justicia.

Fallar en este desafío significa la deriva hacia la llamada “post-democracia” con, primero, el vaciamiento de los partidos como estructuras de representación popular, con continuidad en el tiempo, capaces de articular sus legítimos modelos de sociedad, y después, la desaparición de gobiernos proactivos en la consecución de metas viables a largo plazo. Hay preocupantes señales, alguna demasiado dolorosa, que nos demuestran que el cambio debe ser profundo y que no puede aplazarse más.