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miércoles, 6 de enero de 2016

Malentendiendo el presente: Aspirando a gobernar (solos) un país que no existe.



Si algo define a algunos nuevos liderazgos actuales, es la creencia de que la política ha alcanzado un punto de inflexión que, Ahora Sí, les va a permitir llegar al poder a base de mera determinación, para lograr Un Cambio al que supuestamente se oponen los demás (aunque entre estos liderazgos hay diferentes objetivos sobre qué cambiar). Pero la incapacidad para atraer amplias mayorías de votantes afecta a todos los partidos. Y la incapacidad de los líderes de los partidos para llegar a acuerdos nos perjudica a todos, cuanto antes lo entiendan mejor.


¿Cuáles son las diferencias entre el país que pretenden gobernar y el que se van encontrando en cada convocatoria electoral?

Por un lado, los socialdemócratas dicen creer que se puede volver al gobierno sobre la base mayoritaria de sus apoyos tradicionales. Pero es difícil aceptar que un candidato inteligente y con olfato electoral suscriba realmente esta estrategia. Los grandes cambios socioeconómicos han ido erosionando los patrones de votación tradicionales durante años: cada vez en mayor volumen, los potenciales Votantes de Clase, trabajadora en este caso, se van transformando -sin que los Estados Nación tengan ya herramientas para evitarlo- en un Precariado, no alineado, a priori, en el eje izquierda-derecha; debilitando su apoyo entre los jóvenes y otros colectivos urbanos; perdidas sus antiguas bases periféricas (de Cataluña a Escocia); y compitiendo, adicionalmente, con una nueva ola euroescéptica, que les presenta, entre radicales promesas de infalibilidad, un desafío hasta hace poco inexistente. Como resultado, aspirar a ser el único partido alternativo, en caso de encarnar la voluntad de cambio de gobierno, o a mantenerse en el mismo por ser “el que genera menor rechazo”, tiene un recorrido con limitaciones evidentes… que tampoco se pueden corregir con un simple cálculo demoscópico para atrapar votos con propuestas orientadas a estos grupos (pues siendo necesarias no serán suficientes).

De otra parte, la creencia de que un gran número de votantes anhelan una alteración importante en la economía -una versión 2.0 del socialismo, o alguna variedad hipotética de capitalismo "decrecentista"- es una vana ilusión para cualquier fuerza de Izquierda que realmente aspire al gobierno. Se estaría malinterpretando a la sociedad europea de manera no del todo diferente a la que muchos partidos de esta tendencia lo hicieron en la década de 1980 y que permitió a los conservadores de sus respectivos países gobernar con amplias mayorías hasta mediados de los años noventa (Reino Unido, Alemania…). Ni la economía europea, ni la de cada uno de sus Estados miembros, puede ser manejada como si el resto del mundo no importe; el regreso al proteccionismo comercial es tan improbable como inviable (por perjudicial y, sobre todo, por indeseado); y la irrealidad fiscal del pensamiento euroescéptico se hizo realidad en Grecia durante el verano de 2015 (¿Cuál era el Plan B tras rechazarse -en referéndum- el Plan A?).

Los programas de austeridad se han convertido en parte decisiva del proyecto europeo, y la Eurozona es ahora una construcción neoliberal incompleta, que no tiene una unión fiscal o cualquier cosa que se asemeje a un gobierno eficaz, sino un bizantino sistema de consejos y agencias y el veto en la sombra de los Estados más fuertes. Ante la atrofia económica en gran parte del continente, con países con niveles de desigualdad y de desempleo de larga duración, inaceptablemente altos (para los parámetros europeos), se han iniciado finalmente un programa de flexibilización cuantitativa (QE) puesto en marcha por el BCE, y un fondo de inversiones financiado por la Comisión Europea, que asemejan, con notable retraso, algunas de las medidas anti-cíclicas puestas en práctica en Estados Unidos, Reino Unido, Canadá o Japón (contra lo que teóricamente cabía esperar, fueron las tradicionalmente más desreguladas economías anglosajonas las que más decididamente actuaron desde el crack de 2008, y hoy en día la superioridad social del modelo europeo está en cuestión por ineficaz). El giro descrito en la última parte de este párrafo es también fruto de acuerdos, de nuevos acuerdos, motivados por cambios en el equilibrio de fuerzas entre conservadores, liberales y socialdemócratas en Europa.

Al mismo tiempo que la política se hace más extrema, volátil y polarizada, la gobernanza europea -necesariamente reformable- depende cada vez más de encontrar vías comunes capaces de adoptar medidas a corto y medio plazo, consensos que necesitan también los gobiernos locales, regionales y estatales. Pero el enfrentamiento más pronunciado entre los socialdemócratas y los partidos a su teórica izquierda (o ampliando el foco, entre europeístas y nacionalistas), está en el convencimiento y en asumir en la práctica política, que el presente y el futuro de nuestros Estados está inmerso en formas supranacionales de gobierno. Siquiera cuestionarlo muestra una falta de comprensión de las demandas ciudadanas en las últimas décadas. Puede haber cambios constitucionales, pueden alterarse los sistemas de partidos, especialmente en un contexto de crisis… pero la gran obra hoy por hacer trata más de la necesidad de refundar el proyecto que se inició a finales de los años setenta, que de retornar a los idealizados “Trente Glorieuses”. Los tiempos siempre están cambiando, pero nunca vuelven.

El país del imaginario conservador sigue también algunos patrones obsoletos cuando estima mayoritaria una sociedad cohesionada sobre la base de instituciones sólidas (familia, iglesia, empresa…). Irónicamente, sus logros ideológicos más importantes, que han tenido lugar en el ámbito laboral, materializando el núcleo de su programa de flexibilización hasta un nivel que ya se puede considerar consolidado, (aunque sólo sea por falta de alternativas prácticas), ha vuelto a la sociedad europea más individualista pero al mismo tiempo menos aburguesada. Aquel modelo de industriales clásicos con mentalidad prudente y dialogante con los sindicatos, de la familia nuclear como aspiración, como principio y fin del recorrido vital,… al que se remontaba la Derecha aún al final de la Guerra Fría, ha quedado desbancado por una sociedad de consumo rápido, impulsada por el endeudamiento o frustrada por la carencia de crédito, que ante el vértigo o la pérdida de reconocimiento, se agrupa sentimentalmente en torno a ciertas identidades colectivas.

Tampoco es fácil avanzar en el Centro. En un momento en que los principales políticos son objeto de desprecio, el teórico término medio ya no es un lugar amplio para posicionarse. Cuando las políticas sobre las que se fundamenta el modelo europeo, parten de un consenso entre conservadores, liberales y socialdemócratas (con claro predominio de los primeros durante la última década), que hace que una buena parte del electorado desencantado busque alternativas, presentar como Cambio una supuesta moderación o perfeccionamiento del modelo, sólo puede funcionar coyunturalmente (como en las coaliciones alemana y británica entre conservadores y liberales y el posterior descalabro de los segundos).

Lo que crece entre los votantes europeos, junto con nuevos hábitos de relacionarse con la política (en consumo de información y difusión de opinión, en estilos de participación)... es la demanda de cambio, sin saber bien qué pero teniendo cada vez más claro lo que no se quiere (corrupción, escasa rendición de cuentas, opacidad, clientelismo,…). Ese deseo de algo diferente, se traduce en el aumento del apoyo a los partidos protesta.

Las Clases Medias, como sustento de nuestro sistema político socioliberal, han cedido mucho terreno como minoría mayoritaria, y entre las mismas, amplias capas se hallan igualmente insatisfechas, pues sus valores giran sobre la dinámica necesidad-satisfacción y la realización o no de sus expectativas individuales.
                                                
Los aparatos de los partidos han tenido dos funciones principales: proveer de cuadros a la Administración, y gestionar su respectiva organización en las mejores  condiciones posibles para competir en las elecciones. En cambio, entre los partidos protesta y aquellos menos institucionalizados, y dada su propia naturaleza, hay un desequilibrio a favor de la segunda de las funciones,… y este desequilibrio puede generar una dinámica opuesta a los acuerdos, por primarse el enfrentamiento con fin electoral. El riesgo de separación entre los intereses de los aparatos de los partidos con los de los votantes afecta a todas las organizaciones. Empieza en el mismo reclutamiento de sus líderes entre un estrato social particular, que puede permitirse apoyar a sus hijos durante largos años de formación en centros estratégicamente ubicados y periodos de baja o ninguna remuneración en posiciones cercanas al espectro político (o dentro del mismo). El aumento del peso de esta clase de líderes es especialmente problemático para quienes digan representar y hablar en nombre de la gente corriente.

Pasada la carrera electoral, con esta creciente fragmentación y sin una dinámica establecida de pactos, de reconocimiento de las legitimidades y del peso de los apoyos obtenidos por cada uno de los grupos políticos, será difícil conformar coaliciones capaces de mantenerse unidas. En ese caso, gobiernos minoritarios, inestables y cortos podrían ser la norma durante algún tiempo. Las políticas públicas terminan por resentirse por la falta de impulso o continuidad y el statu-quo es el principal beneficiado, al menos hasta que se agote su propia inercia.

Sin embargo, existe un incentivo para limitar este bloqueo temporal: los electores terminan por ser llamados repetidamente a las urnas y pueden penalizar a aquellos grupos que, a su juicio, actúen como obstáculos para la gobernabilidad por oponerse sistemáticamente a acuerdos que sus potenciales votantes interpreten como razonables.

Llegados a este punto, la construcción del relato dominante sobre las negociaciones y sus acuerdos o desacuerdos es crucial. A medio plazo, no es difícil imaginar circunstancias en las que los grupos conservadores, pero también en general, los más institucionalizados, se adapten mejor al cambio de paradigma: los valores de orden y estabilidad que se asocian a su ideario encajarían en un electorado potencialmente deseoso de volver a la normalidad y optar por un “gobierno que gobierne”, premiando con más votos a partidos que, dentro del marco europeo en el que nos encontramos, transmitan la capacidad de convertir los discursos políticos en políticas públicas.