Si algo define a algunos
nuevos liderazgos actuales, es la creencia de que la política ha alcanzado un
punto de inflexión que, Ahora Sí, les
va a permitir llegar al poder a base de mera determinación, para lograr Un Cambio al que supuestamente se oponen
los demás (aunque entre estos liderazgos hay diferentes objetivos sobre qué
cambiar). Pero la incapacidad para atraer amplias mayorías de votantes afecta a
todos los partidos. Y la incapacidad de los líderes de los partidos para llegar
a acuerdos nos perjudica a todos, cuanto antes lo entiendan mejor.
¿Cuáles son las diferencias entre el país que pretenden gobernar y el
que se van encontrando en cada convocatoria electoral?
Por un lado, los
socialdemócratas dicen creer que se puede volver al gobierno sobre la base
mayoritaria de sus apoyos tradicionales. Pero es difícil aceptar que un candidato
inteligente y con olfato electoral suscriba realmente esta estrategia. Los
grandes cambios socioeconómicos han ido erosionando los patrones de votación
tradicionales durante años: cada vez en mayor volumen, los potenciales Votantes de Clase, trabajadora en este
caso, se van transformando -sin que los Estados Nación tengan ya herramientas
para evitarlo- en un Precariado, no
alineado, a priori, en el eje izquierda-derecha; debilitando su apoyo entre los
jóvenes y otros colectivos urbanos; perdidas sus antiguas bases periféricas (de
Cataluña a Escocia); y compitiendo, adicionalmente, con una nueva ola
euroescéptica, que les presenta, entre radicales promesas de infalibilidad, un
desafío hasta hace poco inexistente. Como resultado, aspirar a ser el único
partido alternativo, en caso de encarnar la voluntad de cambio de gobierno, o a
mantenerse en el mismo por ser “el que genera menor rechazo”, tiene un recorrido
con limitaciones evidentes… que tampoco se pueden corregir con un simple
cálculo demoscópico para atrapar votos con propuestas orientadas a estos grupos
(pues siendo necesarias no serán suficientes).
De otra parte, la creencia de
que un gran número de votantes anhelan una alteración importante en la economía
-una versión 2.0 del socialismo, o alguna variedad hipotética de capitalismo
"decrecentista"- es una vana ilusión para cualquier fuerza de Izquierda
que realmente aspire al gobierno. Se estaría malinterpretando a la sociedad
europea de manera no del todo diferente a la que muchos partidos de esta
tendencia lo hicieron en la década de 1980 y que permitió a los conservadores
de sus respectivos países gobernar con amplias mayorías hasta mediados de los
años noventa (Reino Unido, Alemania…). Ni la economía europea, ni la de cada
uno de sus Estados miembros, puede ser manejada como si el resto del mundo no
importe; el regreso al proteccionismo comercial es tan improbable como inviable
(por perjudicial y, sobre todo, por indeseado); y la irrealidad fiscal del
pensamiento euroescéptico se hizo realidad en Grecia durante el verano de 2015
(¿Cuál era el Plan B tras rechazarse -en referéndum- el Plan A?).
Los programas de austeridad se
han convertido en parte decisiva del proyecto europeo, y la Eurozona es ahora
una construcción neoliberal incompleta, que no tiene una unión fiscal o
cualquier cosa que se asemeje a un gobierno eficaz, sino un bizantino sistema
de consejos y agencias y el veto en la sombra de los Estados más fuertes. Ante
la atrofia económica en gran parte del continente, con países con niveles de
desigualdad y de desempleo de larga duración, inaceptablemente altos (para los
parámetros europeos), se han iniciado finalmente un programa de flexibilización
cuantitativa (QE) puesto en marcha por el BCE, y un fondo de inversiones
financiado por la Comisión Europea, que asemejan, con notable retraso, algunas
de las medidas anti-cíclicas puestas en práctica en Estados Unidos, Reino
Unido, Canadá o Japón (contra lo que teóricamente cabía esperar, fueron las
tradicionalmente más desreguladas economías anglosajonas las que más decididamente
actuaron desde el crack de 2008, y hoy en día la superioridad social del
modelo europeo está en cuestión por ineficaz). El giro descrito en la última
parte de este párrafo es también fruto de acuerdos, de nuevos acuerdos,
motivados por cambios en el equilibrio de fuerzas entre conservadores,
liberales y socialdemócratas en Europa.
Al mismo tiempo que la
política se hace más extrema, volátil y polarizada, la gobernanza europea -necesariamente
reformable- depende cada vez más de encontrar vías comunes capaces de adoptar
medidas a corto y medio plazo, consensos que necesitan también los gobiernos
locales, regionales y estatales. Pero el enfrentamiento más pronunciado entre
los socialdemócratas y los partidos a su teórica izquierda (o ampliando el
foco, entre europeístas y nacionalistas), está en el convencimiento y en asumir
en la práctica política, que el presente y el futuro de nuestros Estados está inmerso en formas supranacionales de gobierno. Siquiera cuestionarlo muestra
una falta de comprensión de las demandas ciudadanas en las últimas décadas. Puede
haber cambios constitucionales, pueden alterarse los sistemas de partidos,
especialmente en un contexto de crisis… pero la gran obra hoy por hacer trata más
de la necesidad de refundar el proyecto que se inició a finales de los años
setenta, que de retornar a los idealizados “Trente Glorieuses”. Los tiempos
siempre están cambiando, pero nunca vuelven.
El país del imaginario
conservador sigue también algunos patrones obsoletos cuando estima mayoritaria una
sociedad cohesionada sobre la base de instituciones sólidas (familia, iglesia, empresa…).
Irónicamente, sus logros ideológicos más importantes, que han tenido lugar en
el ámbito laboral, materializando el núcleo de su programa de flexibilización
hasta un nivel que ya se puede considerar consolidado, (aunque sólo sea por
falta de alternativas prácticas), ha vuelto a la sociedad europea más
individualista pero al mismo tiempo menos aburguesada. Aquel modelo de
industriales clásicos con mentalidad prudente y dialogante con los sindicatos,
de la familia nuclear como aspiración, como principio y fin del recorrido
vital,… al que se remontaba la Derecha aún al final de la Guerra Fría, ha
quedado desbancado por una sociedad de consumo rápido, impulsada por el endeudamiento
o frustrada por la carencia de crédito, que ante el vértigo o la pérdida de reconocimiento, se agrupa
sentimentalmente en torno a ciertas identidades colectivas.
Tampoco es fácil avanzar en el
Centro. En un momento en que los principales políticos son objeto de desprecio,
el teórico término medio ya no es un lugar amplio para posicionarse. Cuando las
políticas sobre las que se fundamenta el modelo europeo, parten de un consenso
entre conservadores, liberales y socialdemócratas (con claro predominio de los
primeros durante la última década), que hace que una buena parte del electorado
desencantado busque alternativas, presentar
como Cambio una supuesta moderación o
perfeccionamiento del modelo, sólo puede funcionar coyunturalmente (como en las
coaliciones alemana y británica entre conservadores y liberales y el posterior
descalabro de los segundos).
Lo que crece entre los
votantes europeos, junto con nuevos hábitos de relacionarse con la política (en consumo de información y difusión de opinión, en estilos de participación)... es la demanda de cambio, sin saber bien qué pero teniendo
cada vez más claro lo que no se quiere (corrupción, escasa rendición de
cuentas, opacidad, clientelismo,…). Ese deseo de algo diferente, se traduce en el aumento del apoyo a los partidos
protesta.
Las Clases Medias, como
sustento de nuestro sistema político socioliberal, han cedido mucho terreno
como minoría mayoritaria, y entre
las mismas, amplias capas se hallan igualmente
insatisfechas, pues sus valores giran sobre la dinámica necesidad-satisfacción
y la realización o no de sus expectativas individuales.
Los aparatos de los partidos
han tenido dos funciones principales: proveer de cuadros a la Administración, y
gestionar su respectiva organización en las mejores condiciones posibles para competir en las
elecciones. En cambio, entre los partidos protesta y aquellos menos
institucionalizados, y dada su propia naturaleza, hay un desequilibrio a favor
de la segunda de las funciones,… y este desequilibrio puede generar una
dinámica opuesta a los acuerdos, por primarse el enfrentamiento con fin electoral.
El riesgo de separación entre los intereses de los aparatos de los partidos con
los de los votantes afecta a todas las organizaciones. Empieza en el mismo
reclutamiento de sus líderes entre un estrato
social particular, que puede permitirse apoyar a sus hijos durante largos años
de formación en centros estratégicamente ubicados y periodos de baja o ninguna
remuneración en posiciones cercanas al espectro político (o dentro del mismo).
El aumento del peso de esta clase de líderes es especialmente problemático para
quienes digan representar y hablar en nombre de la gente corriente.
Pasada la carrera electoral,
con esta creciente fragmentación y sin una dinámica establecida de pactos, de
reconocimiento de las legitimidades y del peso de los apoyos obtenidos por cada
uno de los grupos políticos, será difícil conformar coaliciones capaces de
mantenerse unidas. En ese caso, gobiernos minoritarios, inestables y cortos
podrían ser la norma durante algún tiempo. Las políticas públicas terminan por
resentirse por la falta de impulso o continuidad y el statu-quo es el principal
beneficiado, al menos hasta que se agote su propia inercia.
Sin embargo, existe un
incentivo para limitar este bloqueo temporal: los electores terminan por
ser llamados repetidamente a las urnas y pueden penalizar a aquellos grupos que,
a su juicio, actúen como obstáculos para la gobernabilidad por oponerse
sistemáticamente a acuerdos que sus potenciales votantes interpreten como
razonables.
Llegados a este punto, la construcción del relato dominante
sobre las negociaciones y sus acuerdos o desacuerdos es crucial. A medio plazo,
no es difícil imaginar circunstancias en las que los grupos conservadores, pero
también en general, los más institucionalizados, se adapten mejor al cambio de
paradigma: los valores de orden y estabilidad que se asocian a su ideario
encajarían en un electorado potencialmente deseoso de volver a la normalidad y optar por un “gobierno que gobierne”, premiando con más votos a partidos que,
dentro del marco europeo en el que nos encontramos, transmitan la capacidad de convertir
los discursos políticos en políticas públicas.
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